EL ENIGMA DE LOS AÑOS PERDIDOS
El
cuerpo era una mancha oscura junto al arcén de la carretera. Permaneció largo
tiempo inmóvil; luego sus manos empezaron a contraerse y se movieron palpando
el asfalto. El hombre logró, al fin, apoyase sobre los codos y sentarse. Inmediatamente comprendió que estaba herido,
de lo cual tuvo confirmación al pasarse los dedos por la frente y retirar la
mano bañada en un líquido aliente y viscoso.
Diose
cuenta de que se encontraba en una autopista, pero por mucho que se esforzaba,
no conseguía recordar cómo había ido a parar allí… y en tales condiciones. Era
extraño, pero no recordaba nada de lo que había ocurrido después de que el
huracán de fuego los embistiera a él y a
sus conmilitones en aquella infernal islita del Pacífico. La última cosa que
estaba viva en su memoria era una cegadora explosión, amarilla y roja, tal vez
el estallido de una bomba.
El
hombre no se preocupó demasiado de ello. Sabía muy bien que un golpe en la cabeza podía
causar amnesias de aquel tipo. Pero, ¿qué le había ocurrido en realidad? ¿Un
accidente automovilístico? Se levantó y, dando traspiés, buscó por los
alrededores su presunto coche. Nada.
Era
de noche y caía una lluvia fina e insistente. Tiritando y empapado de agua, el
hombre se puso en marcha a lo largo de la gran arteria, para detenerse ante un
cartel indicador, en el que leyó, a la luz del encendedor: <<Nueva York,
30 millas>> Suspiró
aliviado; por lo menos estaba cerca de casa. Volviese y vio dos potentes faros
que se dirigían hacia él. Antes de que pudiese alcanzar el centro de la
autopista, un enorme camión empezó a frenar.
El
conductor bajó rápidamente y sonrió.
-Algo
maltrecho, ¿eh, joven? Pero no tenga miedo: he visto a tipos en mucho peor
estado. Un salto hasta el motel del
abuelo Mike, y el médico lo dejará como nuevo. ¡Vamos. Arriba!
El
hombre tomó asiento en la cabina. Y el camión se puso de nuevo en marcha.
-¿Qué
le ha pasado? ¿Un choque? Yo no he visto nada por los alrededores.
-No,
yo…-El hombre titubeó, pues no se atrevía a confesar su extravío, por lo cual
echó mano de una versión plausible-. Debe de haber sido a causa de la lluvia,
pero ni siquiera sé cómo ha ocurrido: en un segundo me he encontrado fuera de
la autopista.
-Hace
un tiempo infernal- asintió el conductor-. En todas partes es igual, si no peor. Cuando partí…
Cuatro
palabras sobre las condiciones atmosféricas, y el camión llegó al motel, donde
un médico procedió en seguida a curar al herido. Esta vez el hombre no ocultó
la amnesia que lo había afectado. El doctor reflexionó unos instantes y luego
dijo:
-¿Recuerda
por lo menos su nombre?
-Desde
luego: me llamo Richard Porter.
-Entonces
no tiene por qué preocuparse. De todas formas, mañana, tan pronto como haya
vuelto a Nueva York, infórmese bien
acerca de lo que hizo antes de partir y hacia dónde se dirigía. Luego va
a ver a un especialista, y denuncia el accidente a la Policía. Ya verá usted
cómo todo se aclarará. Y ahora, amigo mío, tómese estas dos pastillas y métase
en la cama. Buenas noches.
Richard
Porter partió muy temprano para Nueva York, en un taxi. Por fortuna había
encontrado en su bolsillo un centenar de
dólares, aunque carecía de toda clase de documentación, que, sin duda, se
habían quedado en el coche, el cual se estrellaría quién sabe dónde, como
tendía ya a creer.
-¿Veterano
de guerra?-bromeó el conductor, aludiendo su vistosa venda-
-Exactamente
–Sonrió el herido-. Pero esto me lo he hecho en la querida y vieja patria.
-¡Lo
creo!
-¿Por
qué está tan seguro de ello?-
-Pues
porque si no me han contado ningún cuento, me parece que la guerra ya ha
acabado.
-¿De
verdad-Richard Porter hizo una mueca-. Si alguien ha puesto en circulación esa
noticia, aconséjele que se dé un paseíto por las partes del Pacífico.
-¡Ah!,
¿viene usted de allí?
-Sí
-Entiendo.-El
chofer suspiró-Se ponen mal las cosas por allí, ¿eh?
-Esperemos
que no. Hacemos algunos progresos.
-Tal
vez, pero yo no lo veo muy claro. Me parece que aún tendremos muchos disgustos
a causa de china.
-Desde
luego, Chiang Kai Shek no es el hombre de los milagros-admitió el herido-. Pero
nuestros campos de aviación en
territorio chino representan una temible barrera, tanto defensiva como
ofensiva.
-¿Quiere
usted decir-preguntó el hombre, abriendo desmesuradamente los ojos-que estamos
invadiendo China? ¿Y contra quién?
Aturdido
a su vez, Richard Porter miró fijamente al chófer.
-Pero,
¿no le ha dicho nadie que estamos en guerra contra el Japón?
El
conductor, terriblemente pálido, frenó de golpe.
-No
puedo seguir adelante; debo volver al motel-dijo-.Encontrará otro taxi tras
aquella manzana.
-Escuche…-empezó
a decir el pasajero.
Pero
inmediatamente renunció a discutir, por lo cual pagó y se apeó. Se encontraba
en la periferia de Nueva York, en una
zona que no conocía muy bien. A pocos pasos vio un bar, entró en él, cogió un
periódico y se sentó, pidiendo un café. Creyó
que lo mejor sería telefonear a casa, antes de alarmar a toda la familia
presentándose en casa vendado como una momia. Sin mucho entusiasmo, abrió el
periódico para ojear los títulos, en espera de que llegase el camarero. Y leyó:
OTRO
RUSO EN EL ESPACIO: ¿Cuánto tiempo permanecerá en órbita?
LLAMADA
DE LA URSS A WASHINGTON: <<Suspended las explosiones de las bombas de
hidrogeno a gran altura.>>
LOS
ALEMANES NO CREEN que nuestros misiles balísticos sean suficientes para
protegerlos.
El
herido se puso en pie de un salto y se acercó al mostrador, tratando de ocultar
su miedo cerval.
-Perdone-le
preguntó al barman, mostrándole el diario-, ¿a qué día estamos?
-A
doce de Agosto-dijo el otro, estupefacto-. Ése es el periódico de esta mañana.
Richard
Porter creyó que todo daba vueltas a su alrededor, se dirigió hacia su silla, dando traspiés, y se dejó
caer en ella mirando fijamente aquella terrible fecha impresa en la cabecera.
¡Era
el 12 de Agosto de 1962, no de 1942! Richard Porter trató de mantenerse
tranquilo, de ordenar con lucidez sus recuerdos. El último era el ligado al
combate en la pequeña isla del Pacífico ocupada por los japoneses. Era el 6 de
Junio de 1942; se acordaba de ello con toda
seguridad, ya que aquel día era también
el aniversario el aniversario de su promoción a teniente. ¿Y después? Un
par de semanas más tarde tenía que haber regresado a los Estados Unidos con un
breve permiso. No habría sabido decir cuándo y cómo había hecho el viaje, pero
sin duda lo realizó, porque a finales del mes de Mayo anterior sabía que pronto
le tocaría el turno.
12
de Agosto de 1962, de 1942. Ahora comprendía el alarmado comportamiento del
taxista, la razón por la que algo indefinible había cambiado en el motel, en
aquel café, en Nueva York. Pero, ¿era posible que su amnesia durase ya cuatro
lustros? Absolutamente no, porque en tal caso tendría cuarenta y cuatro años, y
su rostros, visible en el espejo de enfrente, le asignaba muchísimos menos.
¿Entonces…? ¿Qué diabólica fuerza lo había proyectado hacia el futuro hacia el
futuro, a través de veinte años?
Se
tomó el café y se marchó. Vagó por los alrededores, compró otros periódicos,
consultó algunos libros en una biblioteca, y se esta forma se enteró de la
explosión de las primeras bombas atómicas, del victorioso final del conflicto,
de la rivalidad ruso-americana y de la carrera espacial.
Parecíale
como si la cabeza le fuera a estallar cuando entró en una cabina telefónica y
empezó a hojear el listín con manos temblorosas. Su apellido, su dirección, estaban
allí, sin cambio alguno, lo cual lo calmó algo. Marcó el número, que recordaba
muy bien. Durante una eternidad (¿tres o cuatros segundos?) permaneció
suspendido en un infierno de pensamientos, de sensaciones, de terror. Al fin
oyó al aparto la voz de su madre:
-¡Diga!
Aquí Porter.
Lo
invadió una sensación de infinito alivio.
-¿Mamá?-preguntó,
casi serenado del todo- Soy yo, Dick.
Silencio.
Luego, nuevamente, la voz de su madre inquieta.
-¡Diga!
Aquí Porter.
-¿No
me oyes, mamá? Soy yo, Dick.
-¿Dick?-estalló
la voz femenina-.Tu...
-Escucha,
mamá, no te preocupes-trató de tranquilizarla el herido-.
He tenido un pequeño accidente, pero no es nada serio, te lo aseguro.
Dentro de media hora, como máximo, estaré en casa.
Entonces
llegó el alarido, un alarido agudísimo. Oyóse luego un ruido sordo, y Richard Porter notó cómo el
receptor, abandonado en la otra parte, rodaba sobre el pavimento. Sintiose
sobrecogido por el terror. Se precipitó fuera, corrió en busca de un taxi y
dijo al conductor que lo llevara a su casa. Le abrió una guapa muchacha, que
tendría unos veintiocho años y que le preguntó, sorprendida, sin saludarlo:
-¿Qué
desea?
-Pues
entrar en mi casa, señorita.
-¿En
su casa?
-Exactamente.
Soy Richard Porter, si no le parece a usted mal. ¿Dónde está mi madre?
-¿Es
usted el que ha telefoneado hace poco?
-Sí,
yo mismo…
La
muchacha furiosa, se lanzó contra él, gritando:
-¿Y
tiene usted el valor de presentarse aquí? ¡Es usted un delincuente, un
monstruo! ¡Márchese antes de que llame a la policía!
Desde
el interior, un hombre se asomó al pasillo.
-¿Qué
ocurre?
-¡Tio
Bill!-exclamó el herido-. Al fin alguien me explicará…
-¿Qué
desea?-preguntó el hombre, petrificado-.¿Quién es usted?
Sólo
entonces comprendió Richard Porter que se hallaba frente a una persona
terriblemente envejecida respecto a la imagen que de ella conservaba en su
mente. Su tono se hizo implorante:
-Soy
Dick, tu sobrino, el hijo de tu hermana.
El
viejo lo miró duramente:
-Mi
sobrino Richard, o Dick- Respondió-, murió en una isla del Pacífico, el 6 de
Junio de 1942.
Richard
Porter perdió el conocimiento.
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